sábado, 1 de septiembre de 2007

Rab. Polakoff - Apología del Olvido

Hay un texto de Borges, tomado del libro "Elogio de la sombra", que quiero compartir hoy con ustedes.

Dice así:

"Abel y Caín se encontraron después de la muerte de Abel. Caminaban por el desierto y se reconocieron desde lejos, porque los dos eran muy altos. Los hermanos se sentaron en la tierra, hicieron un fuego y comieron. Guardaban silencio, a la manera de la gente cansada cuando declina el día. En el cielo asomaba alguna estrella, que aún no había recibido su nombre. A la luz de las llamás, Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la piedra y dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que le fuera perdonado su crimen.

Abel contestó: -¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos juntos como antes. -Ahora sé que en verdad me has perdonado -dijo Caín-, porque olvidar es perdonar. Yo trataré también de olvidar. Abel dijo despacio: -Así es. Mientras dura el remordimiento dura la culpa."

¿Será acaso que la vieja consigna "ni olvido ni perdón" merece ser revisada?

¿Será acaso que para que tenga lugar el perdón necesariamente deba presentarse el olvido como protagonista?

¿Será acaso posible hacer apología del olvido a fin de afianzar el perdón?

A lo largo de los siglos uno de los sinónimos de la civilización que creó nuestro pueblo es aquel que dice que el pueblo judío es el pueblo de la memoria.

Miles de páginas se han escrito atacando al olvido como si fuera una de las plagas más destructivas para nuestra vida.

Y en el día más sagrado del año, me desafío a mí mismo, y a cada uno de ustedes, a pensar en la alternativa contraria, acariciando aunque sea un poco la ternura que acompaña a este personaje abandonado y dejado en el mismo lugar que lo identifica: el olvido.

Que se entienda bien. No estoy pensando a gran escala, ni en dimensiones históricas. En ese plano la teoría falla y se desborda. Y jamás podríamos darle la bienvenida al olvido.

¿O podríamos olvidar y perdonar la Shoá? ¿O acaso podríamos hacer lo propio con el atentado a la AMIA y a la Embajada?. De ninguna manera.

Pero cuando pasamos al plano individual el tema cambia.

Bien sabemos que aquella persona que pierde la memoria, por un accidente o una enfermedad, poco a poco va perdiendo su identidad. Y termina no sabiendo quién es.

Pocas tragedias pueden asimilarse a la gravedad de no poder recordar nada, absolutamente nada.

¿Pero qué pasa cuando sucede lo contrario?

El mismo Borges lo describe con maestría en un cuento llamado "Funes, el memorioso", en el que un hombre, Irineo Funes, un humilde campesino de Fray Bentos, que padecía de memoria. Era incapaz de olvidar. Recordaba todo, absolutamente todo.

En palabras de Borges:

"Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez."

El pobre Irineo Funes murió a los 19 años de recuerdo agudo.

La mayoría de nosotros se preocupa por mejorar la memoria, pero casi nadie se plantea el problema de saber olvidar. Y concordemos entonces, que ambos registros son imprescindibles para la vida.

Tenemos tanta necesidad del recuerdo como del olvido.

El problema es dónde trazar la frontera.

Y hoy, tal vez más que en cualquier otro día del año, dónde trazarla en cuanto al tema del perdón.

Una vez leí que un hombre le contaba a un amigo que se había peleado con su esposa, y que ella se volvió a poner totalmente histórica. El amigo intentó corregirlo:

-"Histérica", querrás decir.

-No. Histórica. Me recitó una lista de todos y cada uno de los errores que cometí durante los últimos 27 años de casados.

¿Puede haber perdón sin un poco de olvido?

¿Puede sostenerse el perdón cuando de la mano del rencor el ofendido jamás hace un intento por evitar recordar la ofensa?

La Halájá, la ley judía, prescribe que está prohibido recordarle a un jozer bitshuvá, a aquel que se arrepiente del mal cometido y vuelve a la senda correcta, las transgresiones de su pasado.

No es que la halajá pretenda borrar lo hecho. Lo hecho hecho está. Y por supuesto, requiere de su reparación.

Tampoco se nos prohibe que nosotros recordemos lo sucedido. Se nos comanda a no recordárselo. A no volver a conectarlo con su lado oscuro. ¿A fin de qué? A fin de dar paso a una reconstrucción de su propia vida, y de los vínculos que de ella emanan.

Yo creo que lo que la halajá es muy sabia a este respecto.

Imagínense qué sería de nuestras pequeñas existencias si no pudiéramos correr, al menos de nuestra memoria conciente, todo lo sucedido para atrás, y más especialmente aquellas cosas que nos dañaron o por medio de las cuáles dañamos a otras personas.

El perdón incluye una actitud pacificadora.

Mario Satz, un cabalista argentino residente en España, señala que el concepto de slijá o perdón, aparece muy ligado al de saj, que en hebreo significa conversación o diálogo.

"Una intuición poderosa, ya que lo primero que hace quien no nos perdona es dejar de hablarnos; y a la inversa, tras el perdón, a veces con dificultad y a veces con alegría, se vuelven a trenzar animosamente nuestras palabras...El perdón es una cuerda cuyos periódicos nudos son desatados para que los nuevos vínculos puedan volver a ceñir las imprescindibles fijezas de los parentescos".

Insisto con mi arrebato.

Precisamos aunque sea un poco del olvido para perdonarnos a nosotros mismos, y para perdonar y ser perdonados.

Venimos a la sinagoga en Iom Kipur buscando el perdón divino.

Y la mishná nos recuerda que en este sagrado día tan sólo se nos perdonan aquellas faltas cometidas contra Dios, pero no las que realizamos en contra de nuestros semejantes, a menos que haya habido reconciliación.

Confiamos en la infinita bondad del Creador para que pase por alto nuestros fracasos para con El, y a la vez nos olvidamos de aplacar nuestros propios entuertos con el prójimo.

Y pretendemos, desde nuestro egoísmo, que Dios se saltee estos últimos.

¿Acaso Dios puede olvidar?

En principio, diríamos que no.

Sin embargo, en el Talmud, en el tratado de Brajot 32b, aparece una brillante conversación entre Dios y el pueblo judío, ideada por nuestros rabinos, en base al versículo 14 del capítulo 49 del profeta Isaías que afirma que el Señor abandonó a Sión, y la olvidó.

Los rabinos estaban preocupados por el olvido divino, y le hacen decir a Dios: klum eshkaj!, olot eilim sheikrabta lefanai bamidbar. Nada olvidaré, ¿acaso me olvidaré de los sacrificios que me hicieron el desierto?. Parecía que los rabinos podían respirar tranquilos. Pero no eran tontos. Y le preguntaron: Ribonó shel olam, oil veein shijejá lifnei jisé jevodeja, shema lo tishcaj li maase haeguel? Soberano del Universo, ya que no hay olvido ante tu Trono, también recordarás el pecado del becerro de oro?.

Es claro, si todo se recuerda, lo malo va incluído. ¿Qué consecuencias tendría que Dios recuerde permanentemente la peor ofensa de su pueblo cuando al bajar Moshé con las Tablas de la Ley en Sinai, todos se encontraban en un frenesí idólatra cantando y bailando alabando a un pedazo de metal con forma?

¿Cuál fue la respuesta divina?

Los rabinos usaron tres palabras del mismo pasuk del profeta con el que empezaron el debate, sacándolas de contexto, para hacerle decir a Dios: "gam ele tishkajna", eso lo puedo olvidar.

No se si quedó claro.

Los jajamim, nuestros sabios, se animaron a poner en boca de Dios nada menos que la posibilidad de que el Creador mismo opte por dejar de recordar nuestras transgresiones.

Tamaño relato talmúdico debiera hacer que nos cuestionemos qué hacemos con nuestras memorias tan selectivas como nuestros olvidos.

Si pretendemos perdón, si pretendemos perdonar, debemos aprender también a distinguir qué recordar y qué olvidar.

Y tenemos mucho de ambos.

A la luz de las llamás, Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la piedra y dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que le fuera perdonado su crimen.

Abel contestó:

-¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos juntos como antes.

-Ahora sé que en verdad me has perdonado -dijo Caín-, porque olvidar es perdonar. Yo trataré también de olvidar.

Abel dijo despacio:

-Así es. Mientras dura el remordimiento dura la culpa.

Que Dios nos ayude, en este Iom Kipur, para que también recordemos lo que tenemos que olvidar.

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